miércoles, 19 de septiembre de 2012

Ulises.

Hacía solamente dos años que se había desposado de la bella Penélope, hija de Ícaro, cuando estalló la guerra entre griegos y troyanos. Obligado a partir, destacó durante esta larga guerra por su prudencia consumada, su valor y sus estratagemas.

El amor que sentía por su joven esposa le llevó a fingir ataques de locura: ató a un arado dos bestias de diferente especie, entreteniéndose en arar la arena del mar, sembrando sal en vez de trigo. Pero Palamedes, que sospechaba del engaño, colocó al pequeño Telémaco, hijo de Ulises, en la dirección que éste debía abrir el surco; el padre levantó la reja del arado para no causar daño alguno al pequeño, demostrando de esta manera que su demencia era fingida.

Cuando Troya fue tomada, Ulises se embarcó con rumbo a Ítaca, pero la fortuna no cesó de mostrársele adversa durante diez años. Anduvo errante por todos los mares asediado por continuos peligros.

Los vientos le empujaron hasta las costas de Sicilia, donde moraba el espantoso cíclope Polifemo, hijo de Neptuno. Éste sorprendió a Ulises a la orilla del mar y lo encerró junto a sus compañeros en un antro mal iluminado donde guardaba sus rebaños y donde el cíclope se hartaba cada tarde con bebidas embriagadoras y saciándose de sangre humana. Ulises, sin inmutarse, entabla conversación con el cíclope, le cuenta sus aventuras, le entretiene y le escancia un líquido embriagador. Polifemo, saturado de vino, bosteza y se duerme. Ulises coge entonces una enorme estaca y la clava en el único ojo de Polifemo. El gigante, al sentirse herido, lanza gritos espantosos, se levanta y recorre lleno de furor la caverna. Para esquivar sus largos brazos extendidos, Ulises y sus compañeros se esconden y se agachan entre las ovejas que eran como su amo, de estatura desmesurada. Al despuntar el día, cuando el monstruo colocado a la entrada de la cueva hace salir una a una todas las ovejas, los cautivos logran evadirse.

Las propias faltas y tropiezos hicieron de Ulises el hombre prudente en extremo: resistió a las melodiosas insinuaciones de las Sirenas, sorteó felizmente los escollos de Escilia y Caribdis y tomó tierra en Sicilia, en la famosa ribera donde Lampecia, hija de Apolo, guardaba los rebaños de su padre, los cuales debían ser considerados sagrados. Ulises se refugió en esta playa para descansar de sus fatigas y recomendó vivamente a sus compañeros que respetasen el rebaño sagrado. Las órdenes de Ulises fueron cumplidas mientras no se agotaran las provisiones, pero en cuanto se acabaron los víveres y el hambre se hizo sentir, capturaron a cuatro bueyes y cuatro terneras y las degollaron. Apenas Apolo tuvo conocimiento del desafuero, rogó a Júpiter que tomara venganza y el príncipe de los dioses aturdió a los profanadores con una espantosa prueba de su cólera: los pellejos de los bueyes y las terneras se animaron y se pusieron en marcha, las carnes empezaron a mugir y las carnes crudas contestaron a sus mugidos. Llenos de espanto ante tal prodigio, los marineros se refugiaron en sus barcos y partieron, levantándose en el acto una tempestad tan terrible que murieron todos los que habían en el barco. Solamente Ulises quedó exceptuado, ya que no había tenido parte alguna en el sacrilegio; los dioses le depararon un  trozo de timón, mediante el cual pudo salvarse.

Los vientos le arrojaron a la isla de Ogigia, donde reinaba la ninfa Calipso, hija del Océano; ésta le recibió con vivas demostraciones de alegría y le ofreció hacerle inmortal si prometía olvidarse para siempre de Ítaca y acabar allí tranquilamente el resto de su vida. Pasaron meses y años y Ulises continuaba en la morada mágica de esta reina opulenta cuya admiración y afecto por su huésped crecían día tras día. Los dioses intervinieron al fin y Mercurio le reintegró a sus deberes de esposo, de padre y de rey.

Después de abandonar Ulises la morada de Calipso, se hizo a la vela con rumbo a su patria. Neptuno, que no le perdonaba la herida que había causado a su hijo Polifemo, desató un furioso huracán que encrespó las olas y sumergió el navío de Ulises hasta el fondo de las aguas, pudiendo conseguir después de muchos esfuerzos y a duras penas, llegar a nado a la isla de los Feacios, cuyo rey Alcinoo le acogió afablemente y le equipó un bajel para que pudiera continuar su viaje.

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